Después de haber pasado un largo mes de haber visto, sentido, olido, pensado y cuidado a nuestra bebé mañana, tarde y noche; llegó el momento en que tuve que regresar a trabajar. Y sí, lo confieso abiertamente: yo decidí regresar a trabajar sin tener la necesidad de hacerlo. No necesitaba el dinero, es cierto, pero sí necesitaba mi independencia y necesitaba sentirme útil. Y no es que mi humanidad no haya sido de utilidad para mi bebé recién nacida, porque sí lo era! era yo su único sustento!, pero pienso que la cosa con un recién nacido es diferente. El recién nacido no te sonríe, no te dice gracias y no te obedece; más bien hace todo lo contrario, no te escucha, no te entiende y no te deja dormir. Así que sobrevivir con un recién nacido es para mí, una tarea en la que sólo das y no recibes mucha recompensa a cambio (sólo la recompensa de saber que lo estás manteniendo vivo). En cambio en mi trabajo sí me sentía recompensada, me sentía liberada, me sentía útil y completa.
Yo, una mujer que a sus cortos 28 años ha vivido en otros países, ha viajado mucho y jamás se ha tomado vacaciones por más de dos semanas, me sentía asfixiada con la maternidad y sentía que necesitaba mi vida de vuelta.
Yo, una mujer que a sus cortos 28 años ha vivido en otros países, ha viajado mucho y jamás se ha tomado vacaciones por más de dos semanas, me sentía asfixiada con la maternidad y sentía que necesitaba mi vida de vuelta.
Entonces bajo esta lógica entenderán que cuando regresé a trabajar disfruté cada segundo del proceso. Me tomé una ducha larga, me depilé los cáctus en las piernas, me maquillé minuciosamente, me puse ropa talla M (por fin!), canté todas las canciones que pasaban por la radio y disfruté cada semáforo de la ciudad hasta llegar a mi trabajo. Estaba en paz y sentía que por fin después de un mes era yo la que mandaba, ya no mandaba mi bebé. Pero al llegar a la puerta de mi trabajo sentí algo raro, y es que sentía que faltaba mi bebé en mis brazos. Pasaron las 4 horas de trabajo y, aunque me sentí útil y recompensada como anhelaba en un inicio, me invadió un sentimiento de culpa horroroso. ¿Cómo en mi sano juicio había osado en abandonar a mi bebé siendo aún tan pequeña?, ¿por qué era yo tan egoísta?, ¿me estaba convirtiendo en una avara?, ¿qué maldito bicho me picó para abandonarla con tanta frescura?, Siendo yo psicóloga ¿por qué no pude ver eso con anticipación?
¡Qué sentimientos más contradictorios! Quería tranquilidad pero cuando la tenía, necesitaba el llanto de mi hija. Quería independencia pero cuando la tenía, buscaba a mi dependiente. Quería tiempo para mí pero cuando lo tenía, no hacía más que pensar en mi familia. ¡Qué horror! ¡Me estaba volviendo loca!
Se me hizo entonces un nudo en la garganta y me apresuré por regresar a casa. Esta vez cada semáforo era un obstáculo en mi camino. Quería pasar todos los malditos aparatos en verde y odié a cada taxista que paraba a recoger pasajeros en mi carril. Lo único que hacía era pensar en mi bebé: ¿cómo estará?, ¿se habrán olvidado de darle su biberón?, ¿y si llora y no saben como calmarla?, ¿y si se llena de gases?, ¿y si no le cambiaron su pañal?, ¿y si se escalda?, ay Dios! todo habrá sido mi culpa!. Todo esto pensaba en el transcurso a casa (y en cómo odiaba el tráfico de la ciudad).
Pero luego pensé un poco más y me percaté que la había dejado con su padre. Un padre que había dejado de trabajar para estar con nosotras mañana, tarde y noche desde que ella nació. Un padre que sabía tanto como yo y que tenía tanto instinto de protección como yo. Estaba mi hija con un buen padre.
Y, aunque mi instinto controlador me decía al oído: "llama para ver si todo está bien", me controlé y me tranquilicé sabiendo que esta era mi oportunidad para no anular a mi novio como padre.
Yo siempre tuve claro que quería un marido que participe en la crianza de mis hijos en la misma medida que yo lo hiciera, pero siempre tuve claro que habría un gran obstáculo: yo. Yo siempre me sobrecargo de tareas, siempre pienso que las hago mejor, siempre pienso que las hago más rápido y más aún cuando se trata de mi bebé. No me había dado cuenta hasta ese entonces que estaba a puertas de convertirme en algo que yo veo en mi trabajo a diario: una madre que se queja del marido porque "no hace nada". Y ¿cómo podría yo en el futuro quejarme de mi novio porque no hace nada, si al primer intento le quito la posibilidad de cumplir su función como padre? Pensé, pensé, pensé y recapacité. No llamé por teléfono y no me desesperé por llegar a casa. Me di cuenta en lo que quedaba del trayecto que no quería ser una madre acaparadora y que no quería convertir a mi novio en un padre anulado, sin poder sobre su hija y sin sentimiento de pertenencia con su familia. Pero más aún, no quería que él pensara que yo desconfiaba de él, que yo lo minimizaba.
Por fin llegué a casa y todo lo que había pensado con tanta fatalidad se hizo humo. Él se había hecho cargo de ella incluso mejor que yo y los dos dormían plácidamente. Nada malo o catastrófico había pasado como yo lo había anticipado. Pero sí pasaron dos cosas buenas ese día: le permití a mi hija empezar un vínculo seguro con su padre y le permití también a mi hija una mamá con menos fallas.
Desde entonces cada vez que salgo a trabajar (que sólo son 10 horas semanales) me permito disfrutarlo sin remordimientos y pienso que no hay nadie mejor en el mundo que él para cuidarla. Y si por alguna razón me entra el miedo, me recuerdo a mí misma algo que él me dijo una vez "yo sé cuidarla tanto como tú, no va a pasar nada". Y con eso me quedo tranquila.
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que linda historia, me estoy volviendo tu fiel lectora! jajajajaj
ResponderBorrarYEEEEEHHH! Mi fiel lectora! Me encanta!
Borraryeeeehhhh!!! una fiel lectora!
ResponderBorrarTu blog,me ha ayudado tantísimo durante esta dura etapa. Gracias por hablar las cosas tal cual son.
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